Por: Por José Alejandro Cepeda.
La democracia es una de las formas de gobierno con mayor desarrollo en los últimos tres siglos, cuando incluso ha pasado de su origen nuclear en Occidente a una sugerente aproximación en la llamada primavera del mundo árabe en el nuevo milenio. Sin embargo, a pesar de su expansión histórica (en lo que Samuel Huntington llamó olas democratizadoras), son escasos los esfuerzos por llevar al sentido común ciudadano lo que su metodología de convivencia conlleva, por fuera de las en muchas ocasiones herméticas puertas del discurso académico. Por eso vale la pena recordar al recientemente fallecido politólogo estadounidense Robert A. Dahl, quien con su clásico Poliarquía(1971) y su obra aportó luces a un debate fundamental de nuestro tiempo.
Dahl se configuró como un destacado intelectual para la ciencia política desde la Universidad Yale, donde obtuvo su Ph.D en 1940 y llegó a ser emérito Sterling Professor (la distinción más alta de ese claustro), además de antiguo presidente de la American Political Science Association. Las razones que llevaron a que Robert Dahl, junto al italiano Giovanni Sartori o el polaco Adam Przeworski sean de los autores claves para entender hoy el funcionamiento de la democracia radican en que no se contentó con aceptarla como un paradigma, sino en explicar debidamente su evolución desde sus antepasados griegos respecto al «gobierno de la mayoría» o el «de muchos» (el que describieron e incluso despreciaron Platón, Aristóteles o Polibio), hasta llegar a su ubicación contextual en el ciclo contemporáneo de la modernidad política.
Así Dahl, a mediados del siglo XX, decidió confrontar la simple construcción elitista y monolítica que identificó para los Estados Unidos nada menos que el prestigioso sociólogo C. Wright Mills, quien padecería el forzoso ocaso de su brillante carrera. Y a ello sobrepuso la idea de ‘Poliarquía’, fundamentada en el carácter plural americano del poder, reconociendo una formación compleja de las élites y las bases, y examinable en la práctica desde una lectura comparatista de la ciencia política. Como lo ha recordado el politólogo de la Escuela de Heidelberg (Alemania) Dieter Nohlen, lo más importante del legado de Robert Dahl es que identificó y resaltó dos elementos centrales constitutivos de la democracia, los niveles y derechos de participación y oposición, para invitarnos a estudiarlos gradualmente en la realidad política y determinar qué tanto nos acercamos al ideal de democracia en un prudente sentido weberiano.
En esta medida las democracias no existen en estado puro, sino como aproximación en un continuo (siguiendo justamente la propuesta de los tipos ideales de Max Weber), que partiendo del autoritarismo -o de los experimentos totalitarios- pueden ser más o menos poliárquicas. En este sentido las sociedades experimentan avances o retrocesos en su marco constitucional, en el respeto por los derechos humanos o las libertades, en la transparencia electoral o en la asignación de sus recursos. Es decir, son más o menos democráticas. Esta idea ha fundamentado la capacidad de que desde el vocabulario ciudadano y la cultura política se pueda demandar más democracia, se asista a procesos de transición y democratización, y desde corrientes de investigación más recientes a que examinemos entonces comparativamente la calidad de nuestras democracias, incluyendo América Latina (véanse los trabajos de Leonardo Morlino o Daniel Levine y José Enrique Molina), y las contrastemos con los estudios de opinión y las coyunturas.
Robert Dahl asignó cinco criterios en La democracia y sus críticos para que un régimen pueda acercarse a la utopía teórica de la democracia y sea considerable una poliarquía: (1) Participación efectiva: los ciudadanos deben tener oportunidades iguales y efectivas de formar su preferencia y lanzar cuestiones a la agenda pública y expresar razones a favor de un resultado u otro; (2) Igualdad de voto en la fase decisoria: cada ciudadano debe tener la seguridad de que sus puntos de vista serán tan tenidos en cuenta como los de los otros; (3) Comprensión informada: los ciudadanos deben disfrutar de oportunidades amplias y equitativas de conocer y afirmar qué elección sería la más adecuada para sus intereses; (4) Control de la agenda: el demos o el pueblo deben tener la oportunidad de decidir qué temas políticos se someten y cuáles deberían someterse a deliberación; y (5) Inclusividad: la equidad debe ser extensiva a todos los ciudadanos del estado. Todos tienen intereses legítimos en el proceso político.
La labor pública de Robert Dahl, desaparecido a sus 98 años y quien con Norberto Bobbio constituye uno de los testigos más valiosos y longevos del siglo XX que han legado los estudios políticos, no se conformó con revalorizar la idea del pluralismo en Norteamérica frente a las herencias del liberalismo de la revolución inglesa y el reclamo de soberanía popular del caso francés. También observó el poder detenidamente, entendiéndolo como la capacidad de influencia sobre el comportamiento individual y social -a niveles domésticos, pero prolongables si se quiere en el sistema internacional- y su correspondiente argumentación, legitimación y desarrollo (A preface to democratic theory, 1956; The concept of power, 1957; Who governs?: democracy and power in an american city, 1961; Democracy and its critics, 1989; How democratic is the american constitution?, 2002; On political equality, 2006). Hoy, cuando la democracia se asienta dentro de los paradigmas de la globalización y la sociedad de la información, pero adolece de profundidad o comprensión, el legado de Dahl es crucial.
* Periodista y politólogo. Docente de la Pontificia Universidad Javeriana y del Instituto de Altos Estudios Europeos (España/Colombia)
La democracia es una de las formas de gobierno con mayor desarrollo en los últimos tres siglos, cuando incluso ha pasado de su origen nuclear en Occidente a una sugerente aproximación en la llamada primavera del mundo árabe en el nuevo milenio. Sin embargo, a pesar de su expansión histórica (en lo que Samuel Huntington llamó olas democratizadoras), son escasos los esfuerzos por llevar al sentido común ciudadano lo que su metodología de convivencia conlleva, por fuera de las en muchas ocasiones herméticas puertas del discurso académico. Por eso vale la pena recordar al recientemente fallecido politólogo estadounidense Robert A. Dahl, quien con su clásico Poliarquía(1971) y su obra aportó luces a un debate fundamental de nuestro tiempo.
Dahl se configuró como un destacado intelectual para la ciencia política desde la Universidad Yale, donde obtuvo su Ph.D en 1940 y llegó a ser emérito Sterling Professor (la distinción más alta de ese claustro), además de antiguo presidente de la American Political Science Association. Las razones que llevaron a que Robert Dahl, junto al italiano Giovanni Sartori o el polaco Adam Przeworski sean de los autores claves para entender hoy el funcionamiento de la democracia radican en que no se contentó con aceptarla como un paradigma, sino en explicar debidamente su evolución desde sus antepasados griegos respecto al «gobierno de la mayoría» o el «de muchos» (el que describieron e incluso despreciaron Platón, Aristóteles o Polibio), hasta llegar a su ubicación contextual en el ciclo contemporáneo de la modernidad política.
Así Dahl, a mediados del siglo XX, decidió confrontar la simple construcción elitista y monolítica que identificó para los Estados Unidos nada menos que el prestigioso sociólogo C. Wright Mills, quien padecería el forzoso ocaso de su brillante carrera. Y a ello sobrepuso la idea de ‘Poliarquía’, fundamentada en el carácter plural americano del poder, reconociendo una formación compleja de las élites y las bases, y examinable en la práctica desde una lectura comparatista de la ciencia política. Como lo ha recordado el politólogo de la Escuela de Heidelberg (Alemania) Dieter Nohlen, lo más importante del legado de Robert Dahl es que identificó y resaltó dos elementos centrales constitutivos de la democracia, los niveles y derechos de participación y oposición, para invitarnos a estudiarlos gradualmente en la realidad política y determinar qué tanto nos acercamos al ideal de democracia en un prudente sentido weberiano.
En esta medida las democracias no existen en estado puro, sino como aproximación en un continuo (siguiendo justamente la propuesta de los tipos ideales de Max Weber), que partiendo del autoritarismo -o de los experimentos totalitarios- pueden ser más o menos poliárquicas. En este sentido las sociedades experimentan avances o retrocesos en su marco constitucional, en el respeto por los derechos humanos o las libertades, en la transparencia electoral o en la asignación de sus recursos. Es decir, son más o menos democráticas. Esta idea ha fundamentado la capacidad de que desde el vocabulario ciudadano y la cultura política se pueda demandar más democracia, se asista a procesos de transición y democratización, y desde corrientes de investigación más recientes a que examinemos entonces comparativamente la calidad de nuestras democracias, incluyendo América Latina (véanse los trabajos de Leonardo Morlino o Daniel Levine y José Enrique Molina), y las contrastemos con los estudios de opinión y las coyunturas.
Robert Dahl asignó cinco criterios en La democracia y sus críticos para que un régimen pueda acercarse a la utopía teórica de la democracia y sea considerable una poliarquía: (1) Participación efectiva: los ciudadanos deben tener oportunidades iguales y efectivas de formar su preferencia y lanzar cuestiones a la agenda pública y expresar razones a favor de un resultado u otro; (2) Igualdad de voto en la fase decisoria: cada ciudadano debe tener la seguridad de que sus puntos de vista serán tan tenidos en cuenta como los de los otros; (3) Comprensión informada: los ciudadanos deben disfrutar de oportunidades amplias y equitativas de conocer y afirmar qué elección sería la más adecuada para sus intereses; (4) Control de la agenda: el demos o el pueblo deben tener la oportunidad de decidir qué temas políticos se someten y cuáles deberían someterse a deliberación; y (5) Inclusividad: la equidad debe ser extensiva a todos los ciudadanos del estado. Todos tienen intereses legítimos en el proceso político.
La labor pública de Robert Dahl, desaparecido a sus 98 años y quien con Norberto Bobbio constituye uno de los testigos más valiosos y longevos del siglo XX que han legado los estudios políticos, no se conformó con revalorizar la idea del pluralismo en Norteamérica frente a las herencias del liberalismo de la revolución inglesa y el reclamo de soberanía popular del caso francés. También observó el poder detenidamente, entendiéndolo como la capacidad de influencia sobre el comportamiento individual y social -a niveles domésticos, pero prolongables si se quiere en el sistema internacional- y su correspondiente argumentación, legitimación y desarrollo (A preface to democratic theory, 1956; The concept of power, 1957; Who governs?: democracy and power in an american city, 1961; Democracy and its critics, 1989; How democratic is the american constitution?, 2002; On political equality, 2006). Hoy, cuando la democracia se asienta dentro de los paradigmas de la globalización y la sociedad de la información, pero adolece de profundidad o comprensión, el legado de Dahl es crucial.
Por José Alejandro Cepeda
* Periodista y politólogo. Docente de la Pontificia Universidad Javeriana y del Instituto de Altos Estudios Europeos (España/Colombia)